Si a Pérez Minguéz debemos el registro más
hedonista de los protagonistas de un momento histórico, el de una Transición
que el paso del tiempo empieza demostrar no fue tan modélica como nos han
querido hacer ver, repleto de fiesta y diversión, y a Javier Trillo los
archivos visuales de una generación que en ese mismo instante buscaba una
identidad hasta entonces inaccesible, es sin duda García Alix a quien debemos
de agradecer el desarrollo de una narración que no se detiene en un momento
sino que continua con el relato hasta ahora.
Un relato paralelo a su propia evolución ante la
cámara y ante la vida. Un relato que muestra la explosión, la madurez, la
decadencia y el desencanto de quienes han pretendido una construcción simbólica
que nada tiene que ver con las lecturas aceptadas, alguien que se ha mantenido
al margen de un oficialismo de pasos equivocados y equívocos. Unas
“autoridades” que rápidamente olvidaron aquello por lo que merecía la pena
luchar, aquello que nunca se debía de olvidar. Un oficialismo víctima de sus
propios “éxitos”, y sobre todo de sus fracasos, que ha aparcado lo realmente
importante, mostrándonos su cara más despreocupada y corrupta, más
deshumanizada.
Las imágenes de García Alix actúan como registro
del lado más oscuro, de una degradación que nada tiene que ver con lecturas
moralistas y mucho con el cansancio y la corroboración de la oportunidad
perdida. Personajes situados en los márgenes, alejados por sí mismos de aquello
en lo que se niegan a participar, a ser cómplices.
Es la suya una mirada absoluta, descarnada y
desgarradora, que nos arroja a la cara todo lo que han querido evitar que
viésemos, todas las historias que según algunos nunca han existido. Un relato
que mantiene una autenticidad y un compromiso olvidado por las clases
“bienpensantes” sustentadas desde la hipocresía, la doble moral y la mentira.
Alberto García Alix es una verdad incontestable.