Hace tiempo descubría en
prensa un artículo sobre lo ordenado y avanzado de los programas de huertas
urbanas puestos en marcha en Holanda. El asunto describía cómo se facilitaba el
acceso de suelo público para la implantación de pequeñas huertas destinadas al
autoconsumo y el ocio.
Este modelo ha sido
trasladado a diferentes ciudades en las que las administraciones locales han
dispuesto parcelas en las que personas, en su mayoría jubilados, tienen la
posibilidad de plantar sus pequeños cultivos.
Todo suena a propuesta
participativa y de utilización de recursos al servicio de la ciudadanía.
Somos
taaaaaaaaaaaan modernos…
Esto mismo se lleva
haciendo de forma espontánea, autogestionada por quien siente la necesidad de
hacerlo, y ordenado por ellos mismos, desde siempre en casos como la ocupación
de los terrenos adyacentes a las vías férreas, terrenos de titularidad pública
pero que por sus circunstancias imposibles de utilizar de otro modo, de manera
que quien construye su pequeño huerto sabe que la propiedad no es suya, pero
también sabe que será extraño tener que abandonarlo pues su localización anula
cualquier otro giro.
Parcelaciones que ponen
en práctica sistemas de reciclaje no aprendido en ningún taller de ecología
sostenible, sencillamente desde el sentido común, sistemas de regadío con
viejos barriles usados para la recogida de aguas, o vallados puestos en pie con
somieres arrojados a la basura, elemento más que efectivo para este fin y que
genera una imagen entre el ingenio y la precariedad, pero que cumple su función
de forma efectiva.
Simplemente tenemos que dar una vuelta por las periferias de nuestras
ciudades para observar este tipo de gestos, llenos de significación y que no
necesitan de ninguna mente pensante para su puesta en marcha.
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