Debería algún magistrado
repasar la iconografía cristiana desarrollada a lo largo de los siglos para
aleccionar a los fieles y dejar claro la condena que nos caerá por ser malos.
Es evidente que las cocinas de los monasterios y conventos eran los únicos lugares
donde se disponía de viandas de calidad, y eso se nota en su dedicación a asar
“santos” a la parrilla, ofreciendo bandejas repletas de ojos, pechos femeninos,
cabezas sangrantes poco hechas, festines de piernas, brazos y todos los
miembros imaginables, llegando a la cúspide antropófaga de compartir el cuerpo,
tomar todos de él. Cuerpos devorados por perros, por diablos, por monstruos y
serpientes. Cuerpos de infantes, tiernos, de blancas carnes. Cuerpos cocidos
con mimo en enormes marmitas. Por no hablar del desarrollo de las técnicas de
conservación. Tarros de formol y alcohol repletos de alimentos destinados a la
demanda espiritual. El dictador tenía el dormitorio decorado con infinidad de
ellos. Luego vendrían los dulces de convento para apuntalar el festín. Ante este
despliegue culinario, hornear con una buena cama de cebolla a fuego lento y
durante tres días uno más, flagelado y agujereado, pues tampoco es para
ofenderse tanto, visto lo visto. Digo yo.
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